Instituto Nacional; ¿de qué nos habla la imagen del bastión de la educación pública sitiado por la violencia?





Por Marcela Bornand,
Coordinadora Núcleo Convivencia Escolar, Ciudadanía, Género e Inclusión del Centro SABERES DOCENTES.

Luego de una cadena de episodios de violencia sostenidos en el tiempo por parte de grupos encapuchados en el Instituto Nacional, y a petición del alcalde de la comuna de Santiago, en su calidad de sostenedor, el martes 20 de agosto el emblema del modelo educativo republicano de la educación pública, el ‘foco de luz de la nación’, amanece con un grupo de funcionarios de Fuerzas Especiales apostados en sus techumbres: una imagen difícil de procesar y olvidar, una imagen que tensiona y desborda nuestra comprensión de los límites que pueden llegar a transgredirse cuando el conflicto de una comunidad educativa es abordado desde racionalidades que no responden precisamente ni a sentidos educativos ni a horizontes realmente democráticos.  

La imagen de las Fuerzas Especiales apostadas sobre los techos, formadas y prestas a responder cualquier ataque del estudiantado que vivía su día escolar del modo más ‘anormal imaginable’, en primera instancia llama a preguntarnos ¿un alcalde puede tener tales atribuciones en relación a la intervención de una comunidad educativa?, ¿y es que en nuestro sistema educativo no hay una entidad que resguarde los derechos de las escuelas por sobre los arbitrios de sus sostenedores?

La actual situación crítica de violencia e intervención policiaca del Instituto Nacional tiene antecedentes que nos hablan de una cierta racionalidad para comprender los espacios educativos en tanto espacios de conflicto comunitario y de movilización política, los cuales vale la pena recordar para rastrear el hilo que articula el proceso que llevó al actual contexto del Instituto Nacional. En junio de 2017, en medio de la movilización social y de tomas de sus liceos por parte de los y las estudiantes secundarios, el alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, propone la medida ‘Rompe y Paga’, a través de la cual se responsabilizaría a los apoderados de las y los estudiantes por los daños generados en sus colegios. Esta medida, en su operacionalización implicaba elaborar una suerte de catastro que permitiera ‘rastrear’ y ‘distinguir’ a los estudiantes involucrados en los procesos de toma y disturbios. Cabía preguntarse en ese entonces: ¿la política de la ‘identificación, registro e individualización de las responsabilidades’ responde a un sentido verdaderamente educativo, de formación humana y de construcción comunitaria o más bien constituye un dispositivo de identificación y exclusión ‘del desviado’ del orden normal?, ¿no sería un camino realmente educativo el que apunta a la comprensión y problematización de las raíces que causan los actos de violencia estudiantil al interior de lo que se supone debiesen sentir como ‘su comunidad escolar’?

Luego, en septiembre de 2018 comenzaron una serie de episodios -muy mediáticos- de violencia al interior de colegios emblemáticos de la comuna de Santiago, entre ellos el Instituto Nacional, protagonizados por los “overoles blancos”.  Todo esto en paralelo a la tramitación del Proyecto “Aula Segura”, impulsado por el gobierno bajo el argumento de la ‘seguridad’ de los espacios escolares frente a situaciones graves de violencia escolar estudiantil, el cual brindaría a directores y directoras -muy a su pesar y atropellando las normativas y regulaciones internas de cada comunidad- la atribución de expulsar a las y los estudiantes responsables de hechos de violencia en sus colegios. Ante esto, nos preguntábamos en ese entonces: ¿por qué seguir produciendo medidas legales, punitivas y de exclusión frente a la violencia escolar cuando la investigación educativa sólo ha mostrado que éstas reproducen en mayor grado la violencia?

Hoy en día, frente a la compleja e inédita crisis de violencia, representatividad comunitaria y abordaje del conflicto que vive el Instituto Nacional, su sostenedor, asumiendo probablemente la tesis del enemigo interno, ha declarado “que no le temblará la mano para ejercer la autoridad” (en colaboración directa con el Ministerio del Interior) para recuperar la ‘normalidad’ del Instituto, echando mano a distintas estrategias que nos hablan de la primacía de una lógica policiaca pero también policial, diría Rancière[1]: nombramiento de un fiscal exclusivo; cambio en la estrategia policial; y el control de identidad y revisión de mochilas en el acceso al establecimiento.  Frente a la última medida, levantada como una estrategia para ‘frenar la violencia’, a lo menos podríamos afirmar que subyace un principio profundamente violento y represivo para los estudiantes, su dignidad y derechos, así como para su sentido de pertenencia legítima al espacio escolar, lo que finalmente, y como es de suponer a partir de toda la literatura que lo sostiene, sólo terminó por traer más violencia. Lo más impresentable de la situación: niños y jóvenes estudiantes siendo reprimidos y golpeados en su espacio educativo por la policía de fuerzas especiales de un Estado que debiese ser garante de su protección y derechos.  

El lema del Instituto Nacional versa así “Labor Omnia Vincit”, esto es: el trabajo todo lo vence. Pues, ¿qué trabajo educativo es el que esta comunidad y el municipio sostenedor no hicieron previamente para vencer esta profunda crisis?, ¿de qué modo un sostenedor educativo debe justamente sostener los sentidos formativos y las lógicas de desarrollo humano en una comunidad que atraviesa una crisis de tal magnitud? Creemos que la respuesta debe necesariamente leerse en clave pedagógica ético-política, en tanto apoyo, contención, reforzamiento de equipos profesionales y por supuesto de su precaria infraestructura, así como apertura al diálogo y posibilitar discusiones comunitarias que problematicen sobre las raíces del conflicto.

Entender estos episodios en clave de proceso nos deja con algunas preguntas críticas que intersectan este transcurrir cargado de violencias en múltiples expresiones, a saber: ¿qué idea de sujeto estudiante secundario, de joven estudiante, subyace a esta cadena de medidas y proyectos de ley que emergen bajo la idea de ‘segurizar’ el espacio educativo?; ¿qué representación del estudiante secundario de la educación pública se está construyendo a partir de la imagen del joven institutano como un ‘encapuchado violentista’ o también como una ‘víctima pasiva’ de esa violencia’?; ¿por qué no se piensa la violencia escolar como la expresión de la violencia social cotidiana y sistemática que sufren los niños, niñas y jóvenes en contextos de pobreza, exclusión, desigualdad y discriminación?

Finalmente, y desde una vereda educativa más panorámica, nos queda la tarea de dar una discusión mucho más profunda, que justamente camine hacia el cuestionamiento de los fundamentos educativos que hoy dan sentido a la vivencia escolar, la cual está haciendo aguas desde hace mucho tiempo y en diversas expresiones. La crisis educativa debe hacerse frente mirando el modelo educativo que hemos propuesto a los estudiantes, reflexionando en torno al sentido que efectivamente ofrece la experiencia educativa para niños, niñas y jóvenes, para que una vez hecho aquello juntemos el coraje para transformar aquella escuela que hoy se quebraja a grandes pedazos, teniendo esa fractura su mayor expresión en las relaciones humanas que allí se construyen.

 

[1] La lógica Policial según el filósofo Jacques Rancière implica el orden instituido por la Ley y el Estado, que asigna a cada sujeto un lugar y función en la estructura social. La lógica policial representa la lógica de adaptación que –en la visión de Rancière- se pretende hacer pasar por la lógica de la política (Rancière, 2006).

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