Convivencia universitaria a escala humana





Por Constanza Martínez,
Directora de Asuntos Estudiantiles y Comunitarios, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile

 

Desde hace un tiempo, ha venido instalándose en nuestras comunidades universitarias la idea de que no todas las personas somos merecedoras de habitarlas. La otredad, cualquiera sea su color, aparece como una incitación fácil al rechazo y la expulsión. Sin darnos cuenta, hemos permitido que las lógicas instaladas y validadas por las dictaduras de Seguridad Nacional en el Cono Sur, vuelvan a avanzar en nuestras comunidades, superponiendo la figura del opositor a la del enemigo, y la de la pugna de ideas a la de la guerra. Estas lógicas –y nunca debemos olvidarlo– son las que fundamentaron prácticas como la tortura, el exterminio y el exilio, desde un discurso que exponía que el cuerpo social contenía elementos impuros, indignos y ajenos, que lo enfermaban.

A este fenómeno le antecede y acompaña otro, profundamente ligado a él: la era del váucher. Los movimientos estudiantiles y sociales por la reivindicación del derecho social a la educación y, en particular, por la defensa de la educación pública, han tenido sistemáticamente una misma respuesta, la generación de nuevos tipos de créditos individuales o bien, de becas o váuchers individuales. Esta medida, que podría leerse en una primera instancia solo desde la perspectiva económica, como una inteligente argucia para traspasar dineros públicos al ámbito privado, tiene, en el ámbito social, consecuencias de importantes dimensiones. De este modo, la respuesta a los movimientos sociales, que nos permitieron volver a constituirnos como comunidad con sentido común, vuelve a desarticularnos, atomizándonos como sujetos individuales, beneficiarios de crédito o becas, que funcionan, no como un derecho social común, sino como un váucher posible de ser cobrado en el lugar de elección que ofrezca los mejores rendimientos. Las consecuencias de esta fórmula del váucher, que Friedman aplaudía en su implementación en el país del norte justo antes de morir, comienzan recién a mostrarse en toda su dimensión.

Desde la perspectiva de la universidad pública, este financiamiento indirecto nos arroja a las lógicas de la acreditación, constriñéndonos a mejorar “nuestros números” en la retención de estudiantes en nuestros programas y en su titulación oportuna, mientras vemos que nuestras aulas se masifican, sin que podamos generar contactos a escala humana entre docente y estudiantado, ni dentro del estudiantado mismo. Desde la perspectiva de quien es estudiante/cliente, se siente, primero, que no hay pertenencia a un grupo, sino prestación de servicios por parte de una institución. Luego, comienza a desarrollarse la sensación de desazón y malestar subjetivo que genera este “derecho con limitaciones”, a partir del cual se incluye a quienes estaban excluidos, mientras se les impide realizar los tránsitos diferenciados que requieren, compeliendo a cada quien a la tensión permanente entre sus situaciones vitales y la obligación de ceñirse a los años de duración formal de cada programa. Por último, quienes logran avanzar en sus pasos por la universidad, van desarrollando lentamente la sensación de que deben ir ganando espacios, consiguiendo simpatías y asegurando su propia suerte, pues saben que el siguiente váucher es aún más selectivo y que la lógica de los fondos concursables, que marcará el desarrollo de su formación y sus futuras prácticas académicas, deja poco y ningún espacio a la cooperación y la colaboración.

Y en medio de este contexto nacional, aun hablamos de la comunidad universitaria, como si esa realidad, ese tejido social, fuese algo dado, en vez de un espacio que nos llama a su permanente construcción. Comunidad es mucho más que compartir un espacio dentro de una sala, un departamento o un campus. Es compartir una historia, valores y un proyecto común. Es recuperar, para las generaciones que se integran, la escala humana en que tuvimos la suerte de formarnos y apostar por mirar con y desde la otredad, a fin de darnos la posibilidad de tejer en conjunto un destino común.

Por ello, el llamado es a hacer propio el desafío de establecer relaciones a escala humana, a pesar de que el lugar de encuentro sea un aula masiva. Necesitamos hacer nuestra la tarea de democratizar nuestros espacios, de desestratificar nuestras formas de relacionarnos, generando en nuestra comunidad, primero, una mayor participación. De esta, si lo hacemos bien, deberían devenir un mayor compromiso y responsabilidad con el espacio. Y de estos, una mayor identificación con el grupo humano que somos, aun si se trata de un flujo, como ocurre con cualquier lugar de formación. Todo es lugar de paso. Lo que vale es que sea un paso trascendente, un momento que debiera ser determinante en la impronta que cada quien llevará a su vida ciudadana y profesional. Necesitamos esforzarnos por encontrar y poner en práctica nuevas estrategias de enseñanza-aprendizaje, nuevos modos de integración, que nos permitan abordar la tensión entre la propia vida y las limitaciones del váucher, vivenciándola no como un drama personal, sino como un malestar social y comunitario, capaz de movilizarnos y cohesionarnos en la construcción de resistencias y en la exigencia de transformaciones.

Hacer comunidad, en el contexto en que nos toca vivir, es sin duda un acto de resistencia del más profundo sentido. Su condición sine qua non es aceptar la otredad dentro y fuera de cada quien, acogerla como sello de humanidad y reconocernos en el otro, así como al otro en mí misma, para poder experimentarnos en toda nuestra ancha dimensión.  

 

Compartir:
https://uchile.cl/p150319
Copiar